“Pase yo, te ruego, y vea aquella tierra buena que está más allá del Jordán, aquel buen monte, y el Líbano. Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de vosotros, por lo cual no me escuchó; y me dijo Jehová: Basta, no me hables más de este asunto” (Deuteronomio 3:25, 26).
Hace algunos años, un profesor universitario contó la historia de un estudiante brillante. Era disciplinado, constante y siempre obtenía las mejores notas. Todos estaban seguros de que sería el orador principal en la graduación. Sin embargo, en el último semestre cometió un error grave: entregó un trabajo plagiado. El reglamento era claro: la sanción era perder el derecho a participar en la ceremonia. Aunque había sido excelente durante toda su carrera, esa falta le costó el sueño de recibir su diploma en el escenario. El profesor explicó: “No se trata de castigo por todo lo bueno que hiciste, sino de recordar que la integridad no puede ponerse en pausa ni siquiera una sola vez”.
Algo parecido ocurrió con Moisés. Después de una vida de fidelidad, liderazgo y entrega al pueblo de Dios, cometió un error en Meriba (Números 20:10-12). Allí, en vez de hablar a la roca como Dios le ordenó, golpeó la roca y se adjudicó a sí mismo la gloria del milagro diciendo: “¿Os hemos de sacar agua de esta peña?” (v. 10). Ese momento de desobediencia y orgullo tuvo consecuencias: Dios no le permitió entrar a la tierra prometida, aunque sí le mostró desde lejos.
En Deuteronomio 3:23-29 vemos a Moisés rogando a Dios que le permita entrar, pero el Señor le responde con firmeza: “No me hables más de este asunto”. Esto nos deja varias lecciones:
1. La obediencia es más importante que los logros. Moisés había sido un líder excepcional, pero un acto de desobediencia empañó su misión. Dios nos recuerda que ningún éxito compensa el descuido en la obediencia diaria.
2. Las consecuencias de nuestras decisiones son reales. Dios perdona, pero no siempre elimina las consecuencias. Moisés fue salvo (lo vemos después en el monte de la transfiguración), pero su desobediencia le privó de cruzar a Canaán.
3. Nuestra esperanza final no está en Canaán terrenal, sino en el celestial. Moisés no entró a la tierra prometida de Israel, pero Dios lo resucitó y lo llevó a la Canaán celestial (Judas 1:9). Lo que perdió en esta tierra fue mucho menor que lo que ganó en la eternidad.
Así, la historia de Moisés nos recuerda que no basta con caminar bien casi toda la vida: la fidelidad debe ser constante hasta el final. Pero también nos enseña que, aunque las consecuencias existan, la gracia de Dios es más grande y asegura una esperanza mejor: la verdadera Tierra Prometida, la vida eterna.
Feliz día.
Pr. Heyssen Cordero Maraví
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