Carlos era un hombre fuerte, trabajador, querido por su comunidad. Pero una mañana, mientras se afeitaba frente al espejo, notó una mancha blanca en su mejilla. Al principio pensó que era algo pasajero, tal vez una irritación. Pero con el paso de los días, no solo no desaparecía, sino que empezaron a salirle manchas similares en otras partes del cuerpo.
Preocupado, visitó al médico. El diagnóstico fue devastador: cáncer a la piel . No podía creerlo. En un abrir y cerrar de ojos, su vida cambió: gastó todos sus ahorros solo para ver con tristeza cómo se desmoronaba en cuestión de días lo que fue construido en años. ¿Qué hacer para curar una enfermedad incurable? ¿A dónde ir para encontrar sanidad de una enfermedad mortal?
Hoy por hoy, aún cuando la ciencia ha avanzado a pasos agigantados, tristemente no hay cura para el cáncer, pues es una enfermedad sin cura. Esta enfermedad era similar a la lepra de los tiempos bíblicos. Todo aquel que tenía lepra debía tener la seguridad de que se encontraba a una enfermedad sin cura.
El capítulo de hoy, Levítico 13, nos presenta uno de los capítulos más detallados sobre cómo el pueblo de Israel debía identificar y tratar la lepra. Aunque el contexto es ceremonial y sanitario, hay profundas implicancias espirituales detrás de este procedimiento. A continuación, tres lecciones para nuestra vida hoy:
1. La lepra no siempre se nota al principio. “Cuando alguno tuviere en la piel de su cuerpo hinchazón, erupción o mancha blanca, y se convierta en llaga de lepra…” (13:2). La lepra podía empezar como una simple mancha, algo leve, casi imperceptible. Pero si no se trataba, avanzaba silenciosamente hasta consumir el cuerpo. Así es el pecado. Comienza como una pequeña indiferencia, una mentira piadosa, una mirada prohibida, una excusa en lugar de oración. No parece gran cosa… hasta que el alma comienza a endurecerse. Nadie se aleja de Dios de la noche a la mañana. Es una progresión silenciosa. Dios no quiere que vivamos ignorando nuestras heridas. Él nos ofrece su Palabra como un espejo que revela la enfermedad antes de que sea fatal.
2. Solo el sacerdote podía declarar impuro o puro. “Lo mirará el sacerdote, y lo declarará impuro” (13:3). El diagnóstico no quedaba en manos de la persona afectada. Tampoco podía un familiar o amigo tomar esa decisión. Era el sacerdote, el mediador entre Dios y el pueblo, quien examinaba cuidadosamente y daba el veredicto. Esto nos recuerda que no somos jueces de nuestra propia condición espiritual. A veces creemos estar bien solo porque no hacemos “cosas malas”. Pero Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, es quien puede ver lo más profundo del corazón. Cristo no solo nos examina, también nos ofrece su gracia. No para condenarnos, sino para restaurarnos. El que declara “impuro” es también el único que puede decir: “¡Eres limpio!” (cf. Lucas 5:13).
3. La impureza se aislaba para no contaminar a otros. “El leproso… habitará solo; fuera del campamento será su morada” (13:46). El aislamiento era duro, pero necesario. No era un castigo, sino una medida para proteger al resto del pueblo. El mal debía ser contenido, antes de propagarse. Hoy no vivimos bajo leyes ceremoniales, pero el principio es claro: el pecado sin tratar puede contaminar a otros. Palabras tóxicas, actitudes egoístas, orgullo sin corregir… todo eso se contagia. El leproso era aislado del campamento, pero no de Dios. Jesús fue el único que, en vez de alejarse del leproso, se acercó y lo tocó. Él quiere hacer lo mismo contigo. No importa cuán lejos hayas caído, su toque todavía tiene poder para sanar.
Carlos fue internado y recibió tratamiento. Años después, cuando fue dado de alta, se convirtió en voluntario en hospitales de enfermedades oncológicas. Decía: “Yo sé lo que es vivir con algo por dentro que te va matando… pero también sé lo que es ser tocado por el amor de Dios.”
Hoy, más que temerle a la lepra física o al cáncer, deberíamos temerle a una conciencia adormecida, a un corazón endurecido. Permite que Cristo, el verdadero Sacerdote, te examine hoy. Porque aunque vea tu pecado, no te rechazará. Te sanará.
Feliz día
Pr. Heyssen Cordero Maraví
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